17 DICIEMBRE 09

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¡Ah, si sólo hubiese sido un perezoso! ¡Cómo me habría respetado a mí mismo! Me habría respetado

porque me habría visto capaz, por lo menos, de tener pereza, porque habría poseído una cualidad definida y

la seguridad de poseerla. Pregunta: ¿quién eres? Respuesta: ¡un perezoso! Habría sido verdaderamente

agradable oírse llamar así. Quedas definido claramente: hay, pues, algo que decir de tu persona... «¡Oh

perezoso!» ¡Es un título, una función, una carrera, señores! No se rían; es así. Entonces yo habría sido por

derecho propio miembro del primer club del universo y habría pasado la vida respetándome. Conocí a un

señor que se sentía orgulloso de llamarse Laffitte. Consideraba esta particularidad como una gran virtud, y

no dudó nunca de sí mismo. Murió con la conciencia no sólo tranquila, sino triunfante, y tenía motivos para

ello. Si yo hubiese sido un perezoso, me habría elegido una carrera: habría sido perezoso y gastrónomo; no

un glotón vulgar, sino un regalón que se interesaría por «todo lo bello y sublime». ¿Qué les parece a

ustedes? Hace ya mucho tiempo que pienso en esto. «Lo bello y lo sublime» gravitan pesadamente sobre

mi nuca desde que tengo cuarenta años! Pero ¿qué habría ocurrido antes? ¡Antes habría sido todo distinto!

Habría encontrado en seguida una actividad adaptada a mi carácter; por ejemplo, beber a la salud de todas

las cosas «bellas y sublimes». Habría aprovechado todas las ocasiones de beber por «lo bello y lo sublime»

después de haber dejado caer alguna lágrima en mi copa. Habría convertido todas las cosas en «bellas y

sublimes »; habría descubierto «lo bello y lo sublime» incluso en las basuras más evidentes; habría vertido

lágrimas a raudales como el líquido que sale de una esponja. Un pintor, por ejemplo, pinta un cuadro digno

de Ghé, e inmediatamente bebo a la salud del artista, porque adoro todo lo que es «bello y sublime». Un

poeta escribe ¡Cómo gusta a todos!, y bebo al punto a la salud de todos, porque adoro «lo bello y lo

sublime». Esto me procurará el respeto general. Exigiré ese respeto; perseguiré con mi cólera al que me lo

niegue. Así, habría vivido apaciblemente y muerto solemnemente. ¿No es admirable? ¿No es exquisito? y

habría dejado que se me desarrollara un vientre tan opulento, una nariz tan grasienta y un mentón tan

redondeado, que el mundo habría exclamado al verme: «¡He ahí un hombre verdadero, un ser positivo!».

Digan ustedes lo que digan, es muy agradable oírse llamar cosas semejantes en nuestro siglo tan

esencialmente negativo.

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